domingo, 8 de julio de 2007

[Crítica] Sicko, de Michael Moore

Del Michael Moore agitador al Michael Moore cineasta hay un ínterin muy pequeño. Como propagandista ubicuo y razonablemente estoico, Moore se ha labrado una fama de problemático en su país que cada vez le permite menos movimientos, menos libertad de acción, sometido a una estricta vigilancia desde el Poder, ese ente-diana contra el que Moore apunta sus envenenadas flechas cada vez que sale a la palestra, ya sea en un discurso para pedir la retirada de las tropas de Irak o en un documental como el que nos ocupa, en el que radiografía las sombras del sistema de salud norteamericano. Los pasos que sigue riman con los anteriores, especialmente con Fahrenheit 9/11 (ídem, 2004): desde la parafernalia satírica y eufórica (referencia a La guerra de las galaxias incluida) hasta la cita didáctica, repartiendo los episodios en imágenes de archivo, entrevistas y fragmentos de películas descontextualizados, sin escatimar medios en sus ansias por dar fuerza a su discurso.

Sicko (ídem, 2007) sigue esta línea explosiva emparentándose con otros films realizados por “liberales” -esa etiqueta que la prensa estadounidense coloca en la frente de cualquiera que critique al sistema (por superficial o inocua que pueda ser la crítica)- como Jesus Camp (2006, Heidi Ewing & Rachel Grady), When The Levees Broke: A Requiem in Four Acts (2006, Spike Lee) o Una verdad incómoda (An Inconvenient Truth, 2006, Davis Guggenheim), este último más blando y menos interesante que el resto. Como las dos primeras, la película de Moore juega la baza de la urgencia, aunque en su caso, llevada al extremo, puede provocar una merma del discurso por exagerado y tautológico, lo que podría lastrar (que no es el caso) una película que se hace con una clara vocación de mensaje: una película-pasquín cuyo discurso va dirigido a los norteamericanos y no a los europeos, cuestión decisiva esta que nos obliga a suspender por un momento la verosimilitud (o, dicho de otra manera, a obviar el sesgo) en muchas secuencias que tienen lugar en Londres o París con las que Moore compara unos y otros sistemas sanitarios, llegando a la conclusión de que el cuidado dispensado a los norteamericanos es peor que el que reciben los presos de la Base Naval de Guantánamo (es este un chiste de dudoso gusto, una exageración que no ha debido gustar demasiado a alguien como Michael Winterbottom o, sin ir más lejos, al que suscribe estas líneas).

Después de sacar a la luz las prácticas neocapitalistas de los gigantes Wal-Mart y General Motors, Moore hace tambalearse ahora uno de los pilares sobre los que gravita el sistema político norteamericano, en el que el gobierno se desentiende de la sanidad, dejándola en manos de empresas privadas que conforman un poderoso lobby con las farmacéuticas, dejando desamparado no al pobre que no puede costearse siquiera un seguro privado, sino incluso al que paga por la sanidad y termina arruinado y enfermo. Las prácticas que llevan a cabo estas corporaciones van desde el incentivo a sus médicos por beneficios materiales en vez de humanitarios (es decir, que en vez de cobrar por curar cobran por ahorrar -sic-) hasta el incremento de los precios de los fármacos, dejando al consumidor (que no paciente) en situaciones como la que padeció Rick, que perdió la punta de sus dos dedos y el hospital le dio a elegir entre reponer el dedo anular (12.000 $) o el corazón (60.000 $), al no poder costearse la operación conjunta, o la pobre señora que deambula frente al hospital en camisón, literalmente abandonada por un sistema corrupto y perverso.

Como respuesta, Moore propone de forma descreída la revolución, mofándose de la paranoia antisocialista que la opinión pública de los Estados Unidos arrastra desde Truman. Resurge aquí la famosa Teoría del miedo con la que el director nacido en Flint, Michigan se dio a conocer internacionalmente, aunque ahora ya no es tanto el miedo al otro como el miedo al explotado y al socialismo (algo de esto me recuerda a las manifestaciones anti-Bush de Muerte de un presidente [Death of a President, 2006, Gabriel Range], con las reacciones temerosas de los efectivos de seguridad ante los gritos de un grupo de ecologistas).

La crítica de raíz conservadora ha visto en Sicko partidismo y manipulación en abundancia y algún espectador torpe tachará la película de anti-patriota probablemente antes de haberla visto. El caso paradigmático le ha ocurrido al fundador de www.moorewatch.com, una de las páginas anti-Michael Moore más visitadas, que no podía seguir pagando el hosting porque su esposa estaba enferma y su salario a duras penas le permitía hacer frente a los gastos sanitarios. El propio Moore, como bien se aviene a reconocer, pagó anónimamente los 12.000 $ del tratamiento, y la web continuó atacándole despiadadamente.

Marcos M.S.

lunes, 2 de julio de 2007

El primer western de producción virtual

Desde el 28 de diciembre de 1895, cuando los hermanos Lumière proyectaron su Salida de la fábrica en el Grand Café parisino, hasta el 11 de marzo de 2007, día del lanzamiento oficial de Silver bells and golden spurs (Eric Call), la primera película producida íntegramente en el mundo virtual de Second Life, las formas de creación y recepción de las imágenes se han multiplicado, expandido y diversificado por doquier gracias a los vertiginosos avances experimentados en el campo de las tecnologías de la información. Antes bien, la extraterritorialidad puede ser maleable y "líquida" (Bauman), pero este nuevo paso (no sabemos si adelante) también puede constituirse en un hogar, un modo de vida, una tradición a la que agarrarse, o al menos un nuevo proyecto de ésta.

Por cortesía de Enrique Dans.

domingo, 24 de junio de 2007

El Apocalipsis según Wang Bing

Pronto hablaremos de la China de Jia Zhang-ke desde esta misma tribuna, de la que ya se ha hablado -a grosso modo y por motivos bien diferentes- de la visión de un consagrado como Zhang Yimou. Hoy le toca el turno a Wang Bing, el realizador de la escalofriante Tie Xi Qu (A l'ouest des rails, 2003), un documental dividido en tres partes que muestra, en sus más de nueve horas de duración, la durísima realidad que no se ve en las noticias en torno al proceso de descomposición del régimen comunista. El distrito de Tie Xi, en Shenyang, al noreste de China, cierra sus fábricas y abandona a los trabajadores a su suerte. Destino que, viendo estas imágenes post-apocalípticas (el plano fijo de la foto dura varios minutos), no parece encontrar evidencias de mejora; más bien al contrario.

La foto, como decía, se parece más a la estética futurista de los videojuegos que a un paisaje industrial real: las mascarillas anti-bacterianas, el movimiento autómata de unos cuerpos al límite de la extenuación física, la dominante terrosa que embarga una imagen en la que destaca el viento, como un hálito enfermizo que surge de las entrañas de un planeta hipertecnológico y deshumanizado... Es un paisaje desolador, que tiene algo de químico y algo de terrorífico, como si la naturaleza hubiese dado la espalda a un ser humano que se alimenta de sí mismo.

sábado, 23 de junio de 2007

[Auto-Vindicaciones] Peter Benchley

[El pez estaba a unos doce metros de distancia de la mujer, a un lado, cuando viró repentinamente hacia la izquierda, se hundió totalmente bajo la superficie, y con dos rápidos golpes de cola, estuvo sobre ella.

Al principio, la mujer pensó que se había golpeado la pierna contra una roca o un trozo de madera flotante. No hubo dolor inicial, sólo un violento tirón en su pierna derecha. Tanteó para tocarse el pie, chapoteando con la pierna izquierda para mantener la cabeza en alto, hurgando en la oscuridad con su mano izquierda. No pudo hallar su pie. Palpó más arriba en su pierna, y entonces fue invadida por un acceso de náuseas y mareo. Sus dedos habían hallado un muñón de hueso y carne desgarrada. Sabía que el caliente y borboteante flujo que notaba entre los dedos, en el agua gélida, era su propia sangre].

Extracto correspondiente al primer capítulo de la novela Tiburón (1973) de Peter Benchley (1940-2006). La caricatura es de Slate Magazine.

jueves, 21 de junio de 2007

Cahiers: exclusivistas y unívocos

Tarantino, Aronofsky, Gilliam. Los ¿nuevos? Cahiers versión francoespañola, dejémoslo así de momento, se quejan amargamente de que "un alarmante número de jóvenes cinéfilos" (Adrian Martin dixit) puedan empezar a cogerle el gusto a esto del cine gracias, entre otros, a esos tres apellidos. La pregunta es si cargan contra un tipo de cine, más enfrentando a los géneros, o contra una manera de ver y entender el cine que no es la suya. Parece que si dices que Grindhouse es mejor que cualquier otro film estrenado en el siglo XXI (allá cada uno con lo suyo), por muchos argumentos que pongas sobre la mesa la última palabra es de estos señores. Puede que mañana me levante con algunas imágenes de The Fountain en la cabeza, porque la verdad es que muchas han dejado en mi memoria una huella indeleble al paso del tiempo. Y seguramente a Adrian Martin le moleste, pensando en que la misma estructura narrativa la utilizó Borges y la estética tiene deudas evidentes con no-sé-qué-película del año 64.
Yo, sinceramente, me alegro de que muchos Cinéfilos (con mayúscula, ahora sí) entren a disfrutar otras experiencias al margen del cine comercial más lamentable, aunque eso implique saltarse los referentes. Adrian Martin parece querer polarizar la situación, cine/espectáculo y cine/cultura, sin entrever connivencias intermedias. "Contra toda exclusión", reza el editorial de Heredero. Vaya paradoja.

Marcos M.S.

jueves, 14 de junio de 2007

La intertextualidad en el audiovisual del siglo XXI: Watanabe, Tarantino, Lynch

¿Qué tienen en común Shinichiro Watanabe, Quentin Tarantino y David Lynch? Además de la aureola de genios que les acompaña como adalides de una postmodernidad mass-cult, hay una cuestión manifiesta que comparten sus respectivos trabajos: la perseverencia por el no-encasillamiento, la búsqueda de salidas atonales y cierta espontaneidad (aparente al menos). Shinichiro Watanabe, director de animes como Cowboy Bebop o Samurai Champloo, lo hace desde una labor de reciclaje que termina por invadir (y sustituir) el contexto histórico-social del relato, además de modificar la esencia original de la propia cita (la intrusión del hip-hop en el Japón feudal, por ejemplo, transforma de manera elegante o grotesca -según se mire- los códigos éticos de la época -el código de los samuráis, con una carga muy profunda de sentimiento en conceptos como el honor o la lealtad es despreciado por los protagonistas como una broma pesada y tradicional, por ejemplo-). La intertextualidad invade la pantalla hasta la total desorientación del espectador que hasta hace poco se consideraba "culto" en el sentido más inmovilista y clasista del adjetivo. Los dibujos de Watanabe citan diferentes tendencias musicales, pictórias o filosóficas, pero no con el ánimo del guiño o el chiste, sino como articulaciones esenciales para significar un logro material que se pretende novedoso.

Quentin Tarantino, por su parte, más que reciclaje hace pastiche. Sus citas están más encaminadas a un sentido del humor más o menos privado, y sus referencias tampoco son Dostoievski o Joyce, sino las películas más desenfadadas y despreocupadas de ciertas cinematografías periféricas de distribución underground en occidente. Es una cita que lleva, a partes iguales, nostalgia y reivindicación, pero no podemos decir que rebaja la autoridad de la misma, porque aquélla nunca tuvo suficiente autoridad.

En el caso de David Lynch quizá la muerte del sujeto, como se ha dado en llamar a una de las consecuencias de este movimiento de intertextualidad hiperbólica que nos sacude en la actualidad, no sea una frase del todo desencaminada. Lynch no hace reciclajes ni palimpsestos, y tampoco guiños o parodias; su obra tiende más hacia el cadavre exquis de los surrealistas, emparentádose con la tradición oral de la antigua Grecia. Sus citas suelen ser extrañas porque modifica algunos referentes del propio referente, hasta hacerlos irreconocibles o paródicos, según qué casos. Construye de esta forma un mosaico con materiales heterogéneos, pero no transforma el contexto en el que se asume el relato, como Watanabe, ni trabaja cierta fruición freak en el espectador, como Tarantino. No lo hace porque la intertextualidad lynchiana genera una nueva realidad en la que el contexto y la cita se fusionan. Es lo que, a mi entender, Lynch ha logrado con su última película, Inland Empire. Y es, a todas luces, la puerta que la intertextualidad le abre a los genios del siglo XXI.

M. M.

martes, 12 de junio de 2007

Gus Van Sant: subversión y eclecticismo

Gus Van Sant (Kentucky, 1952) es uno de los cineastas más eclécticos y subversivos que ha parido el cine norteamericano en los últimos veinte años. Sobre lo primero basta con señalar que para muchos es conocido por haber dirigido Mi Idaho privado (My Own Private Idaho, 1991) mientras que para otros es el director de El indomable Will Hunting (Good Will Hunting, 1997). Probablemente estos últimos estén más interesados en sus trabajos más rentables, como Descubriendo a Forrester (Finding Forrester, 2000) o Todo por un sueño (To Die For, 1995), mientras los primeros encontrarían al verdadero Van Sant en sus primeras cintas, como Mala noche (Bad Night, 1985) o Drugstore Cowboy (ídem, 1989). El elemento subversivo vendría más tarde: Psicosis (Psycho, 1998), Gerry (ídem, 2002), Elephant (ídem, 2003) y Last Days (ídem, 2005), hasta la recién estrenada en Cannes Paranoid Park (2007), que parece ir en la misma línea.

Yo creo que todas las películas de Van Sant son buenas. Incluso Psicosis, cuya estrategia mimética la utilizó después la terna Rodríguez / Miller / Tarantino para la interesante Sin City, ciudad del pecado (Sin City, 2005). Creo que El indomable Will Hunting y Descubriendo a Forrester tratan temas parecidos (de superación, búsqueda de la identidad…) desde un lenguaje convencional pero no por ello poco efectivo. Y Mi Idaho privado es una de las mejores películas de los años noventa.

Sin embargo, Gerry y Elephant son dos películas mucho más crípticas. Ambas se alejan de los estándares de Hollywood: la primera es casi una película muda, que no se molesta en aportar ningún tipo de información sobre los dos personajes que se pierden en un “paisaje-total”, con un protagonismo estético y narrativo absoluto del entorno. En Elephant el marco espacial también aprisiona a los personajes del Instituto Columbine, pero ahora los hechos reales otorgan una dimensión dramática a la película que la hace mucho menos inasible que la anterior.

Gerry y Elephant son experiencias sensitivas de múltiples capas, películas que se pueden ver una y otra vez encontrando nuevas cualidades en cada visionado. Para algunos críticos estas películas son auto-indulgentes y pretenciosas, adjetivos que algunos utilizan cuando no entienden lo que ven, cuando no se esfuerzan en ir más allá de la mera narración tradicional. Para otros, como el que suscribe estas líneas, son las obras de un artista dinamitero y muy personal, pero artista al fin y al cabo. Son dos películas que el espectador puede agarrar como algo propio, más allá de las interpretaciones de cada uno (de Gerry se ha dicho de todo: un solo hombre con doble personalidad, una reflexión sobre las diferentes maneras de enfrentarse a la mortalidad, un minimalista Brokeback Mountain…), sin duda alguna todas igual de válidas. Es un cine libre y sano, ni mejor ni peor que El indomable Will Hunting o Descubriendo a Forrester, pero que no se debería menospreciar por sus numerosos a prioris.

Valoración de Gus Van Sant: ****

Mi Idaho privado: *****

Descubriendo a Forrester: **

Todo por un sueño: ***

El indomable Will Hunting: ***

Gerry: *****

Elephant: *****

La que más me gusta es Gerry, aunque recomiendo cualquiera de sus películas, todas muy estimulantes.