martes, 29 de mayo de 2007

Zui hao de shi guang (Three Times - Tiempos de amor, juventud y libertad), de Hou Hsiao-hsien


El proyecto de largometraje Zui hao de shi guang fue concebido en principio para tres cineastas, cada uno de los cuales filmaría una historia autónoma basada en su propia experiencia. Como nexo entre ellas estaría el amor, un tema que podrían tratar con total libertad estética y narrativa e incluso situar el film en el período histórico que más se ajustase a su discurso.

Por problemas de financiación Hou Hsiao-hsien terminó haciéndose cargo de las tres partes, lo que daba pie a una interconexión mayor entre ellas. No obstante, el genial cineasta taiwanés nacido en China Continental intentó seguir conservando la esencia del proyecto filmando historias que transcurren en tiempos diferentes mediante estrategias narrativas independientes. Así se configuró Three Times, su película número diecisiete(1).

TIEMPO DE AMOR

1966, Kaohsiung (sudoeste de Taiwán): pese a su final agridulce, la Historia se impone a los personajes en el primer episodio. El tiempo va construyendo el amor entre un joven llamado a filas y una “chica de billar”(2), pero la meta parece inalcanzable. El tiempo que representa este episodio permite reflexionar a los personajes, en contraposición con el tiempo de 2005. De igual manera que el de 1911, es un tiempo que permite los rituales. Se ritualizan momentos cotidianos, desde la limpieza de la mesa de billar hasta la pasión de abrir y leer una carta. Todo filmado en plano fijo, reencuadrando, siguiendo más el camino de la poesía que el de las propias figuras.

TIEMPO DE LIBERTAD

1911, Dadaocheng (Taipei): ahora es el pasado de los personajes el que los separa tanto como sus inquietudes presentes y sus diferentes formas de ver el mundo. Él, un idealista revolucionario lucha contra la ocupación japonesa con las armas del intelectual. Ella, como mujer, no puede aspirar a un amor ilegítimo y tiene que conformarse con observar el devenir de los acontecimientos desde una posición de manifiesta debilidad. Continúan los rituales, ahora en su esplendor. El levantamiento de 1911 (fin de la dinastía Qing) se nos presenta como una anécdota lejana mientras la narración conserva el punto de vista de la mujer. La elección de intertítulos sustituyendo a las palabras no tiene que ver con un supuesto homenaje al cine mudo(3), sino más bien con la intención de recuperar el gesto y la mirada en su cénit.

TIEMPO DE JUVENTUD

2005, Taipei: ya no hay tiempo para las elipsis, para la reflexión de los personajes fuera de campo. Curiosamente el diálogo da paso al silencio y los personajes van a la deriva de unos deseos extraños. El móvil, el email, la fotografía, todo tiene una cara instantánea y transitoria al mismo tiempo. Los jóvenes parecen alienados, desasistidos, vagando sin un rumbo fijo. En 2005 piensan dentro del encuadre, bajo las sábanas o sentados en un pasillo estrecho (en la foto), ya no en elipsis: quizá no piensen en nada (es una forma de decir que piensan en todo). Con tanta tecnología se facilitan los encuentros pero los jóvenes se olvidan de ver, de sentir, de ser. En 2005 ya no son, y por eso no quieren estar. Es un desarraigo existencial que contrasta con los otros episodios.

En 1966 existía el amor (frustrado por el sistema), en 1911 el amor deviene imposible ante la rigidez de las costumbres y en 2005 el amor es instantáneo y transitorio, igual que las fotos o los emails. Es un sentimiento que se evapora al instante, como un engaño. El amor en nuestra contemporaneidad lo es todo, pero en un nivel de conciencia completamente alienado, justificando así las acciones hiperbólicas que pueden concluir en tragedia. Ahora es el mundo moviendo a las figuras, nos dice Hou, y no las personas haciendo girar el planeta con sus sentimientos.

M. M.


1 Contando The Sandwich Man (Erzi de da wan ou), un largometraje compuesto también por tres episodios codirigido por Jen Wan y Jong Cheung-tsang.

2 “En aquellos tiempos las salas de billar en Taiwán solían contratar a mujeres jóvenes para anotar el puntaje y agarrar el taco de vez en cuando” (ver)

3 http://elprincipio.blogspot.com/2006/04/especial-baff-2006-inauguracin.html

domingo, 27 de mayo de 2007

La búsqueda: el melodrama inédito de Zhang Yimou


Después de Muerte de un presidente necesitaba algo más tranquilo para la tarde del domingo y mira por donde que tenía a mano lo último de Zhang Yimou editado en España, La búsqueda (Qian li zou dan qi, 2005), que viene por cierto dentro de un pack espectacular en forma y contenido (ver). La búsqueda es una de estas pelis que no se estrenan en España quizá porque buena parte del público menos enterado (esos pseudo-frikis del cine nipón) cree que Yimou es algo así como un director de artes marciales, una especie de coreógrafo de la lucha que hace películas muy vistosas y entretenidas, y entonces los distribuidores reculan buscando títulos que tendrían más salidas comerciales. Estos individuos falsamente interesados en el cine y la cultura oriental son los mismos que abrazan cualquier película de Takashi Miike sin prestar atención a Nobuhiro Suwa o Naomi Kawase, perdiéndose en los éxitos de taquilla sin observar las singularidades de una cinematografía en la que cabe la estética del videojuego tanto como el drama intimista o la épica histórica.

La búsqueda la hizo Yimou entre La maldición de la flor dorada (Ma cheng jin dai huang jin jia, 2006) y La casa de las dagas voladoras (Shi mian mai fu, 2004), o sea, entre dos producciones elefantiásticas que, por cierto, encontraron un hueco más o menos grande entre nuestras pantallas (es decir, Madrid, Barcelona, Valencia y poco más). La búsqueda ni siquiera se estrena a pesar de ser una película de las de llorar a moco tendido, con una historia muy fácil de seguir, familiar, cercana a los postulados estéticos y narrativos de El camino a casa (Wo de fu qin mu qin, 1999) y Ni uno menos (Yi ge dou bu neng shao, 1999).

El protagonista es un padre que intenta recuperar el hilo de la relación con su hijo haciendo un sacrificio individual que termina en una expiación no del todo feliz pero sí liberadora. Cuando se entera de que su hijo está enfermo de cáncer decide hacer algo bueno por él (aunque sea lo último que haga) y viaja a un pueblo de China buscando a un cantante de ópera al que su hijo había prometido filmar. Cuando parecía que Yimou se iba a Japón y yo ya estaba acojonado en mi sofá ante una perspectiva que él había repetido una y otra vez que no tendría lugar a lo largo de su carrera cinematográfica como es el hecho de filmar en el extranjero… se vuelve a la China rural para contar una aventura melodramática (yo diría épica) y ya me tranquiliza.

La película juega mucho con la comedia en tanto el prota japonés no sabe nada de chino y su traductor chapurrea horriblemente el japonés, por lo que siempre recurren a la guía turística (a la que desvelan continuamente) para que les saque de apuros. Yimou pinta una sociedad rural encantadora (quizá demasiado) y no quiere plantear en ningún momento los problemas que pueden salir del entorno para mediatizar las acciones del personaje. Al igual que en Semilla de crisantemo (Ju Dou, 1990) o La linterna roja (Da hong deng long gao gao gua, 1991) el destino de los protagonistas no lo decide nadie salvo ellos mismos, aunque aquí hace presencia una enfermedad terminal que actúa en realidad como catalizador de los sentimientos del padre hacia su hijo moribundo.

Hay una escena preciosa en la que el señor Takahata y Yang Yang (el hijo del cantante de ópera) se pierden entre unas escarpadas montañas para terminar encontrando un afecto mutuo. Los paisajes, filmados con la habitual destreza pictórica de Yimou, son más que postales. Da la impresión de que la tierra que pisan tiene parte de culpa en las sensaciones que ambos experimentan, algo que el cineasta explotó en grado máximo en Hero (Ying xiong, 2002) y La casa de las dagas voladoras. No nos cansamos de contemplar lo que parece un inmenso parque natural y la verdad es que Yimou tampoco tiene prisa por finalizar la escena.

Como decía al principio la peli no os dejará fríos, así que si queréis pasar un rato agradable yo os la recomiendo, aunque no os hagáis ilusiones: la cosa tampoco está para tirar cohetes.

M. M.

Muerte de un presidente: magnicidio post 11 - S


Hay algo en los falsos documentales que no me convence en absoluto. Quizás tenga que ver con el deseo de mandar un mensaje al espectador que parece apreciarse en casi todas estas creaciones, desde The War Game (1965, Peter Watkins) hasta C.S.A.: The Confederate States of America (2004, Kevin Willmott), que justifican el engaño con un ¡tened cuidado! que parece tender más al sensacionalismo que a la concienciación (sobre todo cuando el espectador sabe a ciencia cierta que lo que ve es pura fantasía). No importa que se ajusten a lo que podría suceder, es decir, que parezcan fieles a unos hechos ficticios (¡vaya paradoja!), porque su verosimilitud termina justo cuando aparecen los títulos de crédito. Esto mismo ocurre con Muerte de un Presidente (Death of a President, 2006, Gabriel Range), que pese a utilizar toda la parafernalia documental (entrevistas, noticiarios, imágenes de vídeo) no consigue que el espectador sienta la realidad de los hechos por sí mismos.

Esto puede conducir a cierto debate, porque me podéis decir que sabemos, como espectadores, que Bush Jr. no ha sido tiroteado (y tampoco confío en las dotes adivinatorias de Range, que sitúa el atentado en octubre de 2007). Pero si no hacemos un ejercicio de verosimilitud porque puede antojarse imposible, sólo nos queda mensaje.

La dicotomía libertad/seguridad a la que alude constantemente Miguel Ángel Huerta en su libro «Celuloide en llamas. El cine estadounidense tras el 11–S» a la hora de radiografiar los problemas a los que se enfrenta la sociedad norteamericana en su presente/futuro más inmediato aparecen sobre el tapete de forma explícita en la película que estamos comentando. En la primera media hora vemos a numerosos activistas protestando en las calles de Chicago ante la visita del presidente y las declaraciones de algunos “supuestos” altos mandos de los cuerpos de seguridad que actuaron el día de autos. En un principio dicen frases como “me parece muy bien que la gente proteste, porque deben ejercer sus derechos”, hasta que se masca la tragedia y la hipocresía empieza a crecer. “Yo no soy racista, pero en la lista de sospechosos empezamos a investigar primero los nombres de origen árabe” (síndrome evidente post 11-S), comenta uno de los encargados del caso. La acusación a un joven sirio de haber disparado a Bush con un rifle de francotirador desde uno de los edificios contiguos al Hotel Sheraton se basa en evidencias indirectas (como bien nos aclara un miembro de la policía científica especialista en identificar huellas dactilares) y en malentendidos ciertamente rocambolescos (el chaval se fue a entrenar a un campo de Al-Qaeda en Afganistán, pero cuando supo de qué iba la cosa salió por patas del lugar), pero sobre todo en las ansias de ajusticiar a alguien, no importa demasiado quién, lo antes posible, para calmar los ánimos populares (y de paso acusar a Siria de albergar terroristas). El gobierno de Estados Unidos siempre intentando culpar al “otro”, personificando el horror en algún extranjero vengativo con larga barba y, si musulmán, mejor que mejor. Eso es más o menos lo que dice Death of… hasta que se descubre al verdadero magnicida, un ex-combatiente de la I Guerra del Golfo cuyo hijo falleció en Irak hace pocos meses. El discurso no puede ser más anti-republicano (lo cual no es ni bueno ni malo: ahí está la fenomenal Jesus Camp), pero la metodología documental no funciona en lo que debiera haber sido un aviso urgente a muchos desmanes que se están cometiendo en nombre de la política anti-terrorista, quedándose en un reportaje televisivo salvado para los cines (norteamericanos, de momento) por una controversia buscada desde el primer fotograma.

Muerte de un presidente (Death of a President, 2006, Gabriel Range) se puede comprar en Amazon a un precio asequible. En este momento no tengo noticias de un posible estreno en las salas españolas.

M. M.

viernes, 25 de mayo de 2007

Buscando respuestas en Carretera perdida, de David Lynch (y 3)


Hay un aspecto al que no consigo encontrarle explicación alguna dentro del discurso lynchiano de Carretera perdida. ¿Son los policías simplemente marionetas que dejan respirar al espectador, rebajando la gravedad del tono que mantiene el relato, o los representantes de una pulsión interna en el propio Fred? Algunos han visto en estas parejas (incluimos también en este punto a los guardias penitenciarios) una manifestación de la conciencia de Fred, algo que parece más propio del Hombre Misterioso. El hecho es que dan un respiro de alivio al espectador, eso es evidente, pero creo que podemos profundizar un poco más en sus implicaciones.

A mi me parece que los policías constituyen una evasión de los vericuetos narrativos lynchianos para el espectador. Sus acciones no son predecibles porque en esta película nada lo es, pero por sí mismos reflejan el estereotipo del detective que ha forjado el cine norteamericano desde los años setenta. “Haremos todo lo que podamos. Si ocurre algo más, llámennos”, le dicen a Renee y Fred tras haber registrado la casa después de ver la segunda cinta. Los comentarios se suceden a lo largo del film: “el cabrón toca más coños que una taza de váter” o “qué trabajo más jodido” son las ocurrencias de las únicas figuras que tienen un objetivo palpable: investigar a Pete para atrapar a Fred. Además de los turnos de vigilancia voyeur los detectives se enfrentan a las incógnitas de la escena del crimen en la casa de Andy, en la segunda escena de la película claramente genérica (tras la inspección de la casa a la que antes aludíamos). Una y otra se identifican fácilmente con las coordenadas del policiaco, sin dejar ningún resquicio para segundas lecturas de forma autónoma (sin tener en cuenta la escena que la precede o sucede). Son evasiones, como decía, que provocan reencuentros con una concepción de puesta en escena en principio menos abstracta que el resto de la película, aunque si atendemos a los detalles (los planos frontales del coche, las fotos, el diálogo con Fred en el dormitorio) podemos vislumbrar de nuevo la conspiración de Lynch contra las convenciones más sobadas. El director de Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986) moldea los géneros hasta que pierden su significante, pero conoce de sobra la premisa antes de reinventar el cine.

M. M.

jueves, 24 de mayo de 2007

Buscando respuestas en Carretera perdida, de David Lynch (2)


Se ha escrito mucho sobre el papel que desempeñan los personajes femeninos en el cine de Lynch, y una fuente inagotable de perspectivas en este sentido nos la da Carretera perdida. Quizá, como se ha dicho, Alice (en la foto) representa a la femme fatale por antonomasia: pelo rubio, silueta escultural, maestra del engaño por medio de la seducción, aparentemente superficial, ardiente y glacial a un tiempo. Estaríamos entonces ante un discurso anti-patriarcal de Lynch siempre que entendamos a esta mujer-tipo como una construcción mental de Fred, vapuleado en este sueño por el motor de los celos (Alice no se inmuta cuando Pete asesina accidentalmente a Andy bajo una pantalla gigante que la representa en plena sodomía pornográfica). “Lo hemos matado”, dice Pete, a lo que ella responde: “tú le has matado”. La pantalla, la música, el drástico cambio que opera en la propia Alice (de ardiente compañera a fría manipuladora), todo parece aglutinarse en esa convención de femme fatale que marca la línea entre el sueño y la pesadilla precisamente ahora.

Sin embargo, en la escena se mezcla sueño y realidad a través de la foto en la que «entra» Renee como una interrupción, quizá como parte del enrevesado juego narrativo (cfr. más tarde, cuando los policías estudian la escena del crimen y el retrato de Alice ha desaparecido siguiendo la lógica del relato). La primera foto representa en la mente de Fred la justificación de sus celos, es inducida por ellos, mientras la segunda forma parte del espacio real en el que transcurren los acontecimientos.

Otro personaje que complementa estas ideas es el famoso Hombre Misterioso (Robert Blake, en la foto). Ataviado en negro, andrógino, con una voz autoritaria y unas maneras arrogantes, es el símbolo evidente del Mal que ha germinado en la mente de Fred hasta convertirlo en un asesino. Pero como cualquier sensación inconsciente, Fred no ve lo que tiene delante hasta que ya es demasiado tarde. Y es precisamente el Hombre Misterioso el que elimina a Mr. Eddy / Dick Laurent: “usted y yo, señor, podemos ser peores que los peores hijos de puta”, le espeta el moribundo a la negra figura. Los celos y la desconfianza que han convertido a un hombre en asesino son tan nefastos como las maneras gangsteriles de Mr. Eddy, parece decirnos el de Montana.

M. M.

miércoles, 23 de mayo de 2007

Buscando respuestas en Carretera perdida, de David Lynch (1)

A lo mejor me equivoco y quizás encontrar un significado racional a la sucesión de cavernosas imágenes que componen Carretera perdida (Lost Highway, 1996, David Lynch) no sea una buena manera de enfrentarse a la película. No obstante, he leído muchos artículos que ni tan siquiera se molestan en lo que consideran dar palos de ciego, limitándose a describir la película como «genial», «perturbadora» o «alucinante» dando a entender que o bien obvian el argumento por considerarlo evidente o en último caso no han entendido nada y se han quedado con el brillante dominio lynchiano para crear escenas que incluso digeridas como partes autónomas de un todo indescifrable resultan sobrecogedoras, «muy misteriosas». Los que hayan escogido la primera opción serían en mi opinión muy poco inteligentes, pues estoy seguro de que el film no se puede analizar sin entrar a discutir la diégesis de sus imágenes, y los que hayan optado por la segunda creo que lo han hecho más por desidia que por incapacidad. En cualquier caso, yo tampoco pretendo hilarlo todo y quedarme con la última palabra, aunque desde luego no optaré por el tópico «esta, como otras películas de lynch, es rara, de una rareza sublime y muy oscura».

Creo que la clave de la película (y de ahí ha venido toda la controversia) tiene lugar cuando Fred Madison (Bill Pullman) se convierte en Pete R. Dayton (Balthazar Getty) tras haber asesinado a su mujer (Renne Madison – Patricia Arquette), algo a lo que apuntan todos los indicios, como las pesadillas con el cuerpo mutilado que veíamos en la cinta de vídeo o ensoñaciones que le llevan a pensar en un affair extramatrimonial de su esposa. Por si fuera poco, el modo en que Lynch filma un espacio tan vacío de objetos, tan anti-sentimentalista como la casa en la que viven, nos acerca a la retórica del cine de terror más sugestivo (cfr. la magnífica creación de ese pasillo en penumbra que parece la cueva de un monstruo maligno, en este caso más mental que físico, y que termina con dos sombras caminando por el salón, en una alegoría bastante evidente).

Tenemos entonces a un asesino en el corredor de la muerte esperando turno para la silla eléctrica, soportando unos dolores de cabeza agudísimos cuando llega la transfiguración. El hombre de la celda ya no es Fred, sino Pete, con una herida en la cabeza y un poco de amnesia.

La ecuación a resolver es la siguiente: quién es Pete, qué papel juega con respecto a Fred y de ahí conjeturar el resto de parejas (Sheila y Alice, Alice y Renee, Fred y el Hombre Misterioso, Fred y Andy, los dos guardias de la penitenciaría y los dos policías, los padres de Pete, Mr. Eddy y Dick Laurent).

Pete, en mi opinión, transforma la película en una extrema coming to age movie, como dicen los americanos: la cronenberguiana transfiguración pasa inmediatamente a una escena de marcado tono naïf (la música extradiegética dice tanto como las imágenes) en la que Pete observa desde su jardín la pequeña piscina de plástico de los vecinos, con barquito y pelota incluidos. ¿Inocencia perdida o sencillamente echando en falta tiempos mejores? Yo diría que la construcción de la figura (como dice Rosenbaum, son figuras y no personajes) implica, como proyección mental de Fred, ambas cosas. Sin embargo, no será hasta más avanzada la historia cuando todo esto cobre sentido. De momento nos quedamos con lo dicho: una ensoñación, un recuerdo travestido por una mente enferma.

M. M.

domingo, 20 de mayo de 2007

Rois et reine, de Arnaud Desplechin

Desabróchense el corsé. Apaguen los prejuicios por un tiempo. Desentiéndanse, si es posible, de juzgar severamente algunos actos que pueden merecerlo. Tras las dos horas y media enciendan su moral, pero sólo tras “atisbar la auténtica emoción” (ver). Antes de eso, sus sentidos ya deberían estar noqueados, impactados, enfangados de emociones. Quizá entonces el Moon River instrumental que cierra la película les parezca, como a un servidor, una intensa rampa hacia el éxtasis de la contemplación.

Porque eso es Rois et reine (2004, Arnaud Desplechin), un arco iris que representa los infinitos colores de la vida. Y lo hace desde un guión extremo, manejado de principio a fin por las palabras de sus personajes y desde un montaje sincopado que convierte cada corte en una porción de recuerdo íntimo.

“La tierra se formó para que los océanos pudiesen recorrerla; el transporte para poder atravesar la tierra; el amor, para que la memoria lo moldee”. Es el final de la historia, cuando Nora Cotterelle (Emmanuelle Devos) pone todas las cartas sobre la mesa de una audiencia embriagada. “Sin remordimientos”, dice, tras reconocer haber matado a dos de los cuatro hombres que ha amado en su vida. Pero a esas alturas un velo ha cubierto su memoria, arrasada por el fuego y la consciencia de una certeza máxima: la vida sigue, al menos para ella. Ya no habrá más pesadillas con Pierre (el recuerdo de su presencia, sobre un fondo negro, la atormenta desde su llegada al hospital) ni tampoco aflicción por los pensamientos de su padre (otra porción de memoria que Nora contempla desde las sombras, con un fondo gris y un tono lúgubre bordeando lo terrorífico), no desde el momento en que ha decidido quemar las pruebas y continuar con su existencia (egoísta, ignorante, lo que queramos, pero no para ella, que ya ha olvidado, ha adaptado sus recuerdos a la nueva situación).

Como película-alfombra en la que todo vale (desde el hip-hop hasta el clásico de los clásicos pasando por referencias al pop francés; desde el campo/contracampo hasta la radicalidad de la nouvelle vague; desde la herida más punzante hasta la comedia más desenfadada) Rois et reine (cine-invisible en España, por supuesto) tiene sus referentes en Philippe Garrel, Maurice Pialat, Jean Eustache, John Cassavetes, según nos dice Hilario J. Rodríguez en Dirigido por… nº 367 (p. 26). Imagínense. Pues súmenle a esto una pizca de frescura postmoderna y algo de esa desnudez que parecen tener todos los franceses que hacen películas y podrán hacerse una vaga idea del potencial expresivo de un film que apuesta por la heterodoxia para contar una historia que tiene muy claro el poder de los seres humanos para transmutar los propios recuerdos a lo largo del tiempo y el poder del cine para representarlos.

M. M.

Final abierto o cerrado: El ilusionista, de Neil Burger


Un amigo me preguntó el otro día sobre el final de El ilusionista (The Illusionist, 2006, Neil Burger). Es un final abierto o cerrado, se preguntaba. Yo no supe qué contestar, y me limité a enviarle vía email dos críticas bien diferentes publicadas en el momento del estreno: la primera, que me parece de una simpleza terrible, la firma Alberto Bermejo en el diario El Mundo (ver). En ella expone como el mayor defecto de la cinta “el frustrante desenlace, en el que se resuelven de un plumazo todos los misterios que el espectador esperaba desvelar por sí mismo”. De la segunda reseña parece inferirse, por el contrario, un razonamiento de marcada ambigüedad, evidente ante las palabras del propio director de la cinta, Neil Burger: “we can accept it as the «true» version of what happened [refiriéndose a ese encadenado de flashbacks en el desenlace] or as Inspector Uhl’s ingenious interpretation”. Las declaraciones las recoge Jonathan Rosenbaum, crítico de cine del Chicago Reader, en su comentario sobre la película (ver).

Creo que Bermejo (al que, por otro lado, considero uno de los críticos más interesantes de nuestro país) se ha tomado El ilusionista como una nueva muestra de cine-espectáculo al uso y ha pasado por alto el verdadero sentido de una película que, para qué engañarnos, tampoco es tan buena como Rosenbaum ha querido hacer ver. La clave de este asunto (bastante simple, por cierto) radica en un factor fundamental con el que juega la semiología del cine: el punto de vista de la narración. El problema es que muchas veces el discurso se articula desde puntos de vista diferentes a lo largo del relato, y nos es más difícil apreciar el verdadero significado de las imágenes (no es este el caso).

Desde el inicio de El ilusionista el inspector Uhl (Paul Giamatti) narra los acontecimientos: “dicen que de niño tuvo un encuentro casual con un mago itinerante… una versión de la historia dice que aquél hombre se desvaneció (…), quién sabe qué pasó en realidad (…) y casi quince años más tarde, apareció en Viena”. Esto nos lleva de nuevo a la cuestión del desenlace, cuya ambigüedad es casi una perogrullada.

Cuando el niño le entrega a Uhl la carpeta del «Orange Tree», el truco parece desvelarse ante él y ante nosotros. Sin embargo, la cuestión no es tan evidente. A esto le sigue una persecución en la que vemos el rostro de Eisenheim «El ilusionista» con una enorme barba, acariciando el colgante que le habría robado al inspector unos segundos antes. Pero desde su perspectiva, algo alejada, Uhl nunca llega a distinguir con claridad el rostro del mago. Los insertos en los que vemos a Edward Norton caminando frontalmente serían, en mi opinión, proyecciones imaginadas de Uhl, que quiere creer en una racionalidad que la película deja en el aire. Más claro: cuando el niño le daba el famoso sobre al policía, este se apresura a preguntarle cuándo Eisenheim se lo hizo llegar. El niño, que esboza una sonrisa, se pierde entre la multitud sin responder, en un logro muy significativo de un guión lleno de interpretaciones.

El encadenado de flashbacks no indicaría, entonces, un happy ending tradicional: es una interpretación más, una verdad circunstancial, subjetiva, como reconocía el propio Burger. Por eso las últimas imágenes, en las que Eisenheim y Sophie se abrazan en ese marco bucólico (¿onírico?) tienen una contrapartida en la sonrisa de incredulidad del propio Uhl.

M. M.

Analizando un marco opresivo: La linterna roja, de Zhang Yimou

Hoy vamos a hacer un viaje un tanto peculiar. He visto esta tarde Semilla de crisantemo (Ju Dou, 1990) y La linterna roja (Da hong deng long gao gao gua, 1991), ambas dirigidas por el cineasta chino Zhang Yimou (la primera en compañía de Yang Fengliang). Como las películas son de sobra conocidas y de su realizador se ha escrito ya bastante (no en castellano, como siempre) y aprovechando que tenemos en cartelera su último largometraje, La maldición de la flor dorada (Man cheng jin dai huang jin jia, 2006), me gustaría recordar a modo de breve comentario algunos aspectos interesantes a propósito de La linterna roja.

Decía un viaje peculiar porque me gustaría enfocar el discurso sobre el espacio, un aspecto muy concreto –y muy valioso– de la cinematografía yimouniana. Espacios simbólicos, de diferentes colores y formas, opresivos, sinuosos. Me interesa esta cuestión porque las tres películas que he mencionado comparten esa necesidad de mediatizar a los personajes no sólo desde el encuadre (que también). Los espacios confieren a la narración elementos simbólicos fundamentales, sobredimensionados por un montaje muy elaborado que trabaja a la par con una concepción pictórica avasalladora.

El inicio de La linterna roja es bastante importante en este sentido, porque nos remite a unos espacios que no volveremos a ver. La primera imagen tras los títulos de crédito nos presenta a la que será su protagonista, Songlian (Gong Li), anunciando a su madrastra las “buenas noticias” de su próxima boda. Dejando a un lado lo que aporta el diálogo al argumento del film y a su discurso crítico evidente (las tradiciones ancestrales castradoras no se han llevado nunca la mejor parte en el cine de Yimou), en esta escena tenemos el primer síntoma de un espacio narrativo no tan aséptico como cree Susanna Farré en su, por otro lado, completísima y elocuentísima reseña sobre la película (ver). El fondo, en mi opinión, no enmarca el rostro de Songlian por casualidad en el centro de lo que podría ser, perfectamente, la planta de algún recinto cerrado (¿un castillo?), sino que gracias a él se obtiene nada más comenzar una visión cerrada y a la vez laberíntica (sin salida) del camino que tomará la protagonista a lo largo del film. Las líneas paralelas y perpendiculares encierran al personaje en un destino premeditado, incierto pero a todas luces asfixiante, represivo, quizá no muy diferente del que viene (“siempre me hablas de dinero”, le dice a su madrastra a la hora de escoger marido).

Una vez dentro, el palacio es el entorno en el que se mueven todos los personajes femeninos de principio a fin, un marco que contiene cuatro casas (para cada una de las concubinas), varios patios, pasillos salteados de escalones, habitaciones para las criadas, un comedor y una enorme azotea que simboliza a la vez la crueldad del régimen y la ansiada (e imposible) libertad.

Las puertas (que se abren y cierran con frecuencia a lo largo del metraje) son las que encierran a Songlian en los primeros momentos de su llegada, durante el verano. Numerosos encuadres sitúan a la muchacha bajo los asfixiantes dinteles que unen las galerías del palacio. En su propia habitación se ve aprisionada por las luces rojas y, sobre todo, por los ritos cultuales con los que se ve agraciada (hay un par de secuencias que recuerdan a la María Antonieta de Sofia Coppola, aunque dudo que la inspiración de la americana haya venido de tan periférica cinematografía).

Durante la primera noche la luz se vuelve elemento privilegiado de los símbolos, pero las cortinas que rodean el lecho nupcial también anuncian de forma bastante evidente el aprisionamiento (en este caso total) de la protagonista. Al día siguiente, cuando tiene que presentarse ante el resto de concubinas, vamos viendo el laberinto que esconde el recinto durante el trayecto que la lleva a las otras tres estancias. El comedor, por su parte, sin ser excesivamente pequeño, se ve privado de aire desde arriba, puesto que las fotos de los ancestros de la familia Chen absorben todo el encuadre, salvo el que ocupan las mujeres mientras comen. Las ventanas, por su parte, están decoradas con unas formas muy similares a las que vimos al principio, con líneas formando rectángulos y rombos a la manera de una tela de araña no demasiado agradable (cfr. ese plano general con la mesa al fondo, en una esquina, y los personajes “ahogados” entre los pergaminos de la pared y los postes verticales que marcan el camino de entrada y salida de la estancia).

Por otro lado, la azotea desde muy pronto se planta como un vehículo de salida para los sentimientos reprimidos de las mujeres. Escaleras diagonales y techos arqueados confieren cierta aura de misterio al lugar en el que se personará el horror de la intolerancia en forma de soga, pero de momento sirven como escenario idóneo para las representaciones operísticas de Meishan (He Caifei). Si apreciamos la película en detalle podemos ver que el contraste entre las estancias inferiores, a ras de suelo, y los espacios aéreos llega a ser chocante, pero la sensación de laberinto, de prisión, aparece sin distinciones en ambos casos. Los personajes encuentran salidas momentáneas, pero jamás una liberación total del sometimiento. Cada hálito de esperanza es interrumpido por la cruda realidad, que clama, desde abajo.

Uno de los espacios más interesantes de la película es el de la “tercera dama”. Absolutamente atiborrado de máscaras operísticas, simboliza a la perfección la doble vida de esta asombrosa mujer, su aventura con el médico de la familia y el teatro que representa en presencia de su esposo (léase amo). Los mecanismos narrativos que hacen progresar al film desde la intriga y el engaño tienen aquí su más viva representación.

En otro momento significativo, y ya terminando con nuestro análisis, Songlian ve por primera vez a Feipu (Xiao Chu), percibiéndose en su rostro la inestabilidad de unos sentimientos amatorios que se agolpan de repente en su interior. Nuevamente interrumpidos por las voces de otro personaje (en este caso la madre de Feipu) se separan con evidente disgusto, y un plano general de varios segundos concluye la situación de forma taxativa: pocas veces un recinto (en este caso una nave rectangular con arcos peraltados que dan al exterior) ha sido tan explícito en su significación como en este caso, separando a los dos personajes a lo largo de un encuadre perfectamente estudiado. Es la manera que tiene Yimou de representar la imposibilidad de abandonar la represión de unas costumbres caducas, sí, pero infranqueables.

Es probable que me haya dejado algunas cuestiones importantes por el camino (como esos recurrentes planos generales con dos naves paralelas cercadas por otra perpendicular, que impide vislumbrar el horizonte), pero creo que desde este pequeño comentario nos podemos hacer una idea del rol que juega el espacio en un cineasta que sobreexplota todo lo que hemos dicho para La linterna roja (represión, ahogamiento, asfixia) en La maldición de la flor dorada (en la foto), de forma mucho más recargada y explícita. Pero de eso hablaremos otro día.

M. M.

viernes, 18 de mayo de 2007

Zodiac: el fin del neo-noir

A buena parte de la crítica norteamericana Zodiac (ídem, 2007, David Fincher) le ha parecido una película fría, entendido este adjetivo en su sentido más literal y menos evocador. Lo es, de hecho, pero desde su propia consciencia de frialdad. Algunos han disculpado la gelidez de su puesta en escena argumentando que el film cuenta unos hechos reales a los cuales se ciñe con meticulosidad. Realidad y/o ficción. Creo que es esta dicotomía tan evidente, tópica, generalista y postmoderna la que sacude a Zodiac desde todos sus vértices.

El querer contarlo todo adquiere entonces un cariz muy diferente al de, por ejemplo, A sangre fría (la novela, obviamente). En este sentido estoy plenamente de acuerdo con algunas reflexiones de Gonzalo de Pedro Amatria en el número 1 de Cahiers du cinéma – España (pp. 53-54), cuando comenta que quizá las motivaciones para hacer del whodunit un ingente baúl de pruebas, procesos, declaraciones e interrogatorios respondan a una necesidad, un intento del cineasta por aclarar el rompecabezas de la realidad pero también de la ficción. Fincher utiliza la vertiente didáctica como un medio y no como un fin, aunque este aspecto está sujeto a múltiples interpretaciones habida cuenta del “incidente” que el propio cineasta tuvo con el «Asesino del Zodíaco» durante su infancia (véase «Dark Eye: The Films of David Fincher», libro que recorre toda la trayectoria vital del realizador en unas muy jugosas 192 páginas).

Creo que Zodiac es la película más compleja a la vez que prolija de su realizador. Su estética se aleja sobremanera de cualquiera de sus anteriores trabajos, en general mucho más estilizados (Alien³, Seven, The Game, El club de la lucha, La habitación del pánico), dando la razón a los que pensamos que el neo-noir del que tanto se ha hablado responde más a criterios comerciales que artísticos (creo que Zodiac es también la película más personal de Fincher). Si alguien no se queda tranquilo sin establecer comparativismos, nos iríamos antes a los fluorescentes de Todos los hombres del presidente (All the President´s Men, 1976, Alan J. Pakula) –y me consta que más de uno ha escogido esta misma referencia- que a las sombras sinuosas de El tercer hombre (The Third Man, 1949, Carol Reed).

Pero lo realmente interesante es que quizá estemos ante la cara más perversa de la postmodernidad. Porque, de otro modo ¿adónde conducirían los pedazos de tela manchados de sangre, los criptogramas, las huellas, las descripciones que va dejando tras de sí el asesino? El crimen tiene solución, pero no desde los parámetros de la postmodernidad. No desde la perseverancia de un caricaturista, ni desde las pesquisas legales de un policía solitario. El esquema sólo lo puede resolver el propio asesino, y en este caso no estaba muy por la labor.

Las voces de los medios de comunicación inyectando el pánico por los sentidos de los espectadores de los últimos 60 y primeros 70 pueden arrastrar un significado malintencionado y dirigido al sensacionalismo de nuestro presente, pero parece claro que la “teoría del miedo” en Zodiac tiene más que ver con el territorio de la ficción, ese puzzle irresoluble que propone el «Asesino del Zodíaco».

M. M.

jueves, 17 de mayo de 2007

Reflexiones en Bad Guy, de Kim Ki-duk

Hoy he visto una película de Kim Ki-duk, Bad Guy (Nabbeun namja, 2001). Había oído hablar muy bien de ella en numerosos artículos y algún que otro libro, aunque en España ha tardado un poco (cinco años) en salir al mercado del vídeo. De Kim he visto siete películas: La isla, Domicilio desconocido, Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera, Hierro 3, El arco, Time y la que nos ocupa. Es probable que en las próximas semanas me haga con Samaritan Girl y Birdcage Inn, películas en las que (según tengo entendido) Kim retoma el tema de la prostitución como eje argumental, pero de momento sólo puedo hablar por lo que he visto, así que dejaré las comparaciones para otro momento (más que comparaciones lo que habría que estudiar es la evolución de este motivo en el cine de Kim, quizá desde la perspectiva de una segunda etapa más sosegada del realizador que todo el mundo parece reconocer). Por cierto que estos días se pasará en Cannes (Sección Oficial en competición) su último trabajo, Soom (Breath), al parecer en un equilibrio lírico acorde con lo visto en Time y sobre todo en El arco.

Yo me planteo qué significa la prostitución para Kim. En una entrevista concedida a Volker Hummel (ver) el surcoreano advierte de su visión materialista, como bien puntuaba Tonio L. Alarcón en Dirigido por… nº 366: “La relación entre hombres y mujeres es en sí misma una especie de prostitución, incluso si no hay intercambio de dinero”. Yo creo que hoy Kim no piensa lo mismo que en 2002, fecha en la que se recogieron estas declaraciones, aunque de eso podemos hablar en otra ocasión.

Tonio L. Alarcón, en esas mismas páginas, incurre en lo que a mi entender supone una contradicción. Primero puntúa lo anterior, la “transacción comercial” que sostiene las relaciones afectivas en los filmes de Kim, pero más adelante destaca como una de las virtudes de su cine la utilización de “agresivas imágenes para batallar con rabia contra las ideas preestablecidas (…), contra la corrección política”. Según lo que yo creo, si existe lo primero no debería existir lo segundo salvo en un contexto ajeno a la propia película. Si todas las relaciones hombre/mujer no son más que un contrato de alquiler (según la citada entrevista “las mujeres siempre tienen algo que ofrecer a los hombres, algo que éstos necesitan”) la incorrección política no tendría sentido en la conciencia de Kim. Podría moverse en esa senda sólo a posteriori, y de hecho lo hizo (el film obtuvo “un buen rendimiento en las taquillas surcoreanas”, en palabras de Roberto Cueto) cuando colectivos de feministas y demás asociaciones conservadoras (creo que el pensamiento unidireccional nunca ha traído buenas cosechas) montaron en cólera ante una película cuya dinámica emocional crece en “asquerosidad” conforme pasan los minutos (suscribo las palabras de Marjorie Baumgarten, del diario The Austin Chronicle: “the film’s emotional dynamics grow scuzzier and scuzzier”). Lo que quería decir con esto es que no hay caballo de batalla en pensamientos tan dispares: la escala de valores en la que se mueve el mundo moderno, globalizado y atiborrado de tabúes no es la misma que rige en las películas de Kim, y por tanto comparar ambas equivale a ver una dialéctica inconmensurable.

Sin embargo, y a riesgo de contradecir el argumento que acabo de exponer, sí veo incorrección política en Han-ki, el personaje protagonista. Pero esta batalla no se libraría en el terreno de la prostitución sino en el del clasismo puro y duro (al contrario que en películas posteriores). Cuando Sun-hwa siente al proxeneta observándole en la secuencia de apertura, su reacción es de asco. En la siguiente escena la besa violentamente y ella termina escupiéndole. Kim continúa unos minutos componiendo el abyecto retrato de ella, no de él (recordar que, en el momento en que Sun-hwa encuentra la cartera que la llevará a una nueva vida, lo primero que hace es correr hacia el baño con la intención de acaparar todo el dinero que contiene, sin pensar en un posible propietario). Esto coloca al espectador en una situación inasible con respecto a los dos personajes principales, seres marginados sin nada que ofrecer salvo prejuicio y violencia (una cosa engendra la otra), y es aquí donde radicaría la supuesta incorrección, esta vez consciente y perfilada por el cineasta. Bad Guy es, como dijo Jordi Sánchez-Navarro, “el antídoto contra todas las Pretty Woman del cine de gran consumo”; Alarcón habla de “una adaptación perversa, negrísima, de la versión de La bella y la bestia de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont”, aunque yo creo que Han-ki se parece más a King Kong.

miércoles, 16 de mayo de 2007

La encrucijada de la crítica

A riesgo de que me tomen por un agente de venta “pululante” (es decir, internauta), voy a volver sobre las impresiones del número 1 de la revista Cahiers du cinéma – España. Cuando ayer (hoy de madrugada) hablaba en este mismo foro sobre las dudas (entre físicas y metafísicas) planteadas a raíz de la encrucijada postmoderna en la que se encuentra hoy la utilización / recepción de las imágenes, soslayé un problema más de forma que de contenido: ¿quién será el capitán de la postmodernidad?, ¿en qué visión (o visiones) habrá que fijarse para establecer un nuevo parámetro, una “post-postmodernidad” (perdón por el palabrejo) desde el que podamos comprender a ciencia cierta la corriente de nuestro presente (2007)?, ¿qué referentes (estéticos y conceptuales) tendremos que analizar para conseguir abrazar con una mínima certeza las creaciones artísticas más novedosas en el cine, de nuevo, hoy?... Recojo estas preguntas desde la incerteza, desde la inquietud del que no tiene respuestas pero también desde una inabarcable curiosidad cinéfaga.


En el artículo «El invitado fantasma», en el que Quintín reflexiona sobre algunas películas visionadas en el festival de Mar del Plata, se abren ante nosotros algunas interesantes consideraciones abstractas desde el análisis de las últimas propuestas de Jia Zhang-ke (en la foto) y Hou Hsiao-hsien, The World y Three Times, respectivamente. “Es como si el pasaje de la modernidad a la posmodernidad, para decirlo de algún modo, fuera incomprensible sin un retroceso a lo arcaico”. Esta sucinta frase encierra, a mi parecer, todas las corrientes teóricas del postmodernismo cinematográfico, tanto las que avalan el poder de la Tradición como punto de encuentro como aquellas que sitúan el collage contemporáneo de imágenes fortuitas y desencanto existencialista como la base desde la cual teorizar (otra cosa no se puede hacer) sobre el futuro del cine.

Quentin Tarantino sería un caso singular, con esa forma tan personal de enhebrar referencias desperdigadas en su acervo visual componiendo un lienzo que es, como el Inland Empire (en la foto) de David Lynch, un imposible cubo de Rubik para la crítica cinematográfica contemporánea. El problema es, entonces, que el cine va por delante de la crítica, aunque eso tiene lógica desde el momento en que la globalización impone unos márgenes insondables de oferta audiovisual a nivel planetario. Quizá lo mejor sería intentar combatir con armas similares, con la seguridad de equivocarnos, pero procurando no fallar demasiado. Así, del mismo modo que Lynch o Weerasethakul construyen sus experiencias fílmicas desde ámbitos tan dispares, la crítica podría alcanzar su propia postmodernidad acudiendo a referentes (ordenados, no vale decir cualquier cosa) con los cuales poder plantar cara al mismo nivel que exige la Historia. Me refiero a elementos procedentes de la Historia del Cine y del Audiovisual en general, pero también a la literatura, la filosofía, los medios de comunicación de masas y su recepción en las propias masas, la pintura, la escultura, la arquitectura, el diseño gráfico o el cómic, e incluso, si queremos acercarnos todavía más a una posible verdad, deberíamos también hacer caso de los sueños, del inconsciente, de un auto-psicoanálisis diario. Creo que deberíamos buscar conexiones en cada una de nuestras experiencias diarias (conducir, conversar, comer, ver películas) y empezar por ahí a construir un paradigma crítico que las próximas generaciones se encargarán de estudiar. Truffaut, Rivette, Rohmer, todos fueron (algunos todavía son) grandes cineastas que encontraron una fórmula adecuada desde la cual escribir sobre su presente cinematográfico.

Nuestro tiempo puede parecer a priori más intrincado, y esto quizá justifique una proliferación de teorías y puntos de vista sobre el problema. Lo que no podemos hacer es utilizar armas arcaicas para entrar en una lucha que se libra en el terreno de lo atómico.

M. M.

Cahiers du cinéma. España - número 1

Me gustaría empezar el blog, a 16 de mayo y ya de madrugada, recogiendo algunas de las reflexiones que se nos plantean en el primer número de la novísima revista Cahiers du cinéma. España entre las páginas 10 y 32.



29 miradas al cine que viene es el subtítulo que conviene a la portada de una revista que nos hablará, certeza 100%, del futuro. Dos preguntas son las que Cahiers - España plantea a 29 cineastas españoles y latinoamericanos de miradas divergentes, contrapuestas, complementarias. Algunos adalides de la postmodernidad (término este que me fascina y aterra por igual) y otros más precavidos, más cautos (o cautas), alguno un tanto conservador y alguno un tanto enfadado.

1.- ¿Cómo afronta usted, como creador, la práctica del cine frente a un futuro ya inmediato de cambios y transformaciones en la naturaleza de las imágenes?

2.- ¿Cómo piensa usted que esas transformaciones van a condicionar las nuevas formas de consumir imágenes y de relacionarnos con ellas?

Víctor Erice (La Morte rouge, 2006) habla del absolutismo del Audiovisual (con mayúscula) y de los trastornos de la imagen en cuanto realidad; José Luis Guerín (En la ciudad de Sylvia, 2007) se muestra atento y abierto al futuro, aunque de su segunda respuesta se percibe un poso amargo; Fernando Meirelles (El jardinero fiel, 2005) recurre a la analogía musical para explicar los cambios que está sufriendo la tecnología que gesta las imágenes y nos deja una afirmación proverbial de su compromiso: “Hacer cine pasó de ser una aspiración a una posibilidad real en las favelas brasileñas”; Isabel Coixet (Cartas a Nora, 2005) casi me hace llorar con su “momento religioso” al acudir a una verdadera sala de cine (comparto su agonía) y nos deja una profunda reflexión sobre la necesidad de un autor para consigo mismo; Pedro Almodóvar (Volver, 2006) arremete (con profundidad y conocimientos de sobra) contra el lenguaje pirotécnico que sacude las imágenes digitalizadas (prefabricadas) hollywoodienses, abogando por un uso riguroso de los nuevos soportes; Amat Escalante (Sangre, 2005) indaga en la “desaparición del realizador” y las dificultades que conlleva la masificación de las imágenes; las reflexiones de Paz Encina (Hamaca paraguaya, 2006) discurren en un tono aperturista y esperanzador, aunque no sólo: la “experimentación” se confunde con la “ocurrencia”; Fernando Trueba (El milagro de Candeal, 2004) ve más ventajas que inconvenientes en la democratización de la imagen y en los nuevos procesos de moldeabilidad de la misma; Guillermo del Toro (El laberinto del Fauno, 2006) teme una pérdida en la gravedad de la imagen, pero en general su transigencia es evidente; Arturo Ripstein (El carnaval de Sodoma, 2006) se malencara contra el presente barra futuro que nos invade, sacudiendo su ira contra lo que él ve como un “alud de mierda” (sic) entre el maremágnum de películas que ahora podemos conocer; un elocuentísimo Isaki Lacuesta (La leyenda del tiempo, 2006) habla desde el optimismo de eclipses y galaxias insondables entre fotogramas y nos deja una frase para la posteridad: “algún día podremos escribir películas con sólo abrir los ojos, y nos bastará cerrarlos para poderlas ver”; Montxo Armendáriz (Obaba, 2005) deja caer dos cuestiones fundamentales para entender la postmodernidad de la imagen: su transitoriedad y su mercantilización. Por lo demás, está de acuerdo con un acceso más democrático a la creación cinematográfica y por un uso (legítimo) de las nuevas tecnologías; Julio Bressane (Cleopatra, 2006) remite al “duro trabajo” que debe conllevar el tratamiento de las imágenes para no sumergirse en la banalización; Lucrecia Martel (La niña santa, 2004) cuestiona la democratización como supuesta, en un sentido mucho más crítico que sus compañeros, planteando la visión dogmática e interesada del poder político, regulador. Por otro lado, nos deja un símil interesante a la hora de analizar la propagación de las imágenes a través de Internet: como en la tradición oral, la imagen se retoca y reformula, con distintas manos y en diferentes lugares, en busca (o no) de un futuro (in)cierto; Daniel Sánchez Arévalo (Azuloscurocasinegro, 2006) se entiende con formatos y soportes, pues para este madrileño “lo importante es contar historias”; Lisandro Alonso (Fantasma, 2006) se queja de la mala calidad de los formatos digitales tanto a nivel visual como sonoro, aunque no critica su utilización simplemente por ser; a José Luis Borau (Leo, 2000) se le lee con disfrute, pues él mismo parece pasarlo bien en esta encrucijada de extrañezas que sacuden a su cine; Javier Rebollo (Lo que sé de Lola, 2006) pone a la Historia del Cine (pocos lo han hecho) como motor del futuro, “mirando al pasado desde el presente”; Marc Recha (Dies d´agost, 2006) vaticina una polarización radical: cine-espectáculo vs cine-cultura; Manuel Gutiérrez Aragón (Todos estamos invitados, 2007) dice, literalmente, que “la imagen virtual está despojada de la polisemia innata que tiene la imagen real”, aunque sus quejas provienen más de razonamientos empíricos. Por tanto, su mirada global tampoco es dogmática, sino abierta; Carlos Reygadas (Luz silenciosa, 2007), en la línea de Lucrecia Martel, ataca los valores egoístas y mercantilistas que esconde la democratización del cine; Felipe Vega (Mujeres en el parque, 2006), con una prosa más enérgica que enervada, se vuelve también contra el marketing y sus desastrosas consecuencias tanto en la creatividad como en las posibilidades de adquirir conocimientos a través de la imagen. Su respuesta incluye un juego de palabras estupendo parafraseando a Aki Kaurismäki que les recomiendo leer vivamente; Icíar Bollain (Mataharis, 2007) se conforma con añorar películas más pequeñas, más artesanales, sin tantas ansias por destacar; Álex de la Iglesia (Crimen ferpecto, 2004) también profetiza la polarización cultura/espectáculo, y deja una frase curiosa, sin malicia: “pronto tendremos acceso a un youtube de largometrajes”; Fernando Solanas (Argentina latente, 2007) considera fundamental la proyección (aunque sea mínima) en las salas, y defiende las nuevas tecnologías de creación de imágenes como nuevas formas de desarrollar su libertad; Pablo Trapero (Nacido y criado, 2006) es el único que hace referencia al problema del copyright (salvo una frase de Bollain) como “algo muy complicado, difícil de controlar”; Albert Serra (Honor de cavallería, 2006) habla de la “destrucción postmoderna” (mención a Lynch incluida) y de la “extensión de la vulgaridad”, de la que él se abstiene al verse juzgado únicamente por la gran Tradición (con mayúscula); Enrique Urbizu (La vida mancha, 2003) se muestra un tanto indeciso, aunque su postura bascula más hacia el pesimismo de la masificación; por último, Basilio Martín Patino (Octavia, 2002) advierte del potencial comunicativo de Internet, y otorga un buen consejo a los futuros realizadores:“no sé qué sentido pueda tener su práctica si no lo afrontamos siempre como quien se adentra en un universo fascinador”.

Espero que estas palabras os hayan servido para abrir boca y animaros a comprar Cahiers du cinéma. España, una revista que parece dará que hablar bastante por estos lares. Sé que es difícil de conseguir (yo he tenido que hacer piruetas, y eso que escribo desde Madrid), pero os animo, a los que podáis, a suscribiros en http://www.caimanediciones.es. A mí me ha parecido mucho más completa que mi querida Dirigido por… y también más reflexiva, si este adjetivo es el apropiado.

Espero haberos informado, conocido y reflejado,

Marcos Méndez