domingo, 20 de mayo de 2007

Analizando un marco opresivo: La linterna roja, de Zhang Yimou

Hoy vamos a hacer un viaje un tanto peculiar. He visto esta tarde Semilla de crisantemo (Ju Dou, 1990) y La linterna roja (Da hong deng long gao gao gua, 1991), ambas dirigidas por el cineasta chino Zhang Yimou (la primera en compañía de Yang Fengliang). Como las películas son de sobra conocidas y de su realizador se ha escrito ya bastante (no en castellano, como siempre) y aprovechando que tenemos en cartelera su último largometraje, La maldición de la flor dorada (Man cheng jin dai huang jin jia, 2006), me gustaría recordar a modo de breve comentario algunos aspectos interesantes a propósito de La linterna roja.

Decía un viaje peculiar porque me gustaría enfocar el discurso sobre el espacio, un aspecto muy concreto –y muy valioso– de la cinematografía yimouniana. Espacios simbólicos, de diferentes colores y formas, opresivos, sinuosos. Me interesa esta cuestión porque las tres películas que he mencionado comparten esa necesidad de mediatizar a los personajes no sólo desde el encuadre (que también). Los espacios confieren a la narración elementos simbólicos fundamentales, sobredimensionados por un montaje muy elaborado que trabaja a la par con una concepción pictórica avasalladora.

El inicio de La linterna roja es bastante importante en este sentido, porque nos remite a unos espacios que no volveremos a ver. La primera imagen tras los títulos de crédito nos presenta a la que será su protagonista, Songlian (Gong Li), anunciando a su madrastra las “buenas noticias” de su próxima boda. Dejando a un lado lo que aporta el diálogo al argumento del film y a su discurso crítico evidente (las tradiciones ancestrales castradoras no se han llevado nunca la mejor parte en el cine de Yimou), en esta escena tenemos el primer síntoma de un espacio narrativo no tan aséptico como cree Susanna Farré en su, por otro lado, completísima y elocuentísima reseña sobre la película (ver). El fondo, en mi opinión, no enmarca el rostro de Songlian por casualidad en el centro de lo que podría ser, perfectamente, la planta de algún recinto cerrado (¿un castillo?), sino que gracias a él se obtiene nada más comenzar una visión cerrada y a la vez laberíntica (sin salida) del camino que tomará la protagonista a lo largo del film. Las líneas paralelas y perpendiculares encierran al personaje en un destino premeditado, incierto pero a todas luces asfixiante, represivo, quizá no muy diferente del que viene (“siempre me hablas de dinero”, le dice a su madrastra a la hora de escoger marido).

Una vez dentro, el palacio es el entorno en el que se mueven todos los personajes femeninos de principio a fin, un marco que contiene cuatro casas (para cada una de las concubinas), varios patios, pasillos salteados de escalones, habitaciones para las criadas, un comedor y una enorme azotea que simboliza a la vez la crueldad del régimen y la ansiada (e imposible) libertad.

Las puertas (que se abren y cierran con frecuencia a lo largo del metraje) son las que encierran a Songlian en los primeros momentos de su llegada, durante el verano. Numerosos encuadres sitúan a la muchacha bajo los asfixiantes dinteles que unen las galerías del palacio. En su propia habitación se ve aprisionada por las luces rojas y, sobre todo, por los ritos cultuales con los que se ve agraciada (hay un par de secuencias que recuerdan a la María Antonieta de Sofia Coppola, aunque dudo que la inspiración de la americana haya venido de tan periférica cinematografía).

Durante la primera noche la luz se vuelve elemento privilegiado de los símbolos, pero las cortinas que rodean el lecho nupcial también anuncian de forma bastante evidente el aprisionamiento (en este caso total) de la protagonista. Al día siguiente, cuando tiene que presentarse ante el resto de concubinas, vamos viendo el laberinto que esconde el recinto durante el trayecto que la lleva a las otras tres estancias. El comedor, por su parte, sin ser excesivamente pequeño, se ve privado de aire desde arriba, puesto que las fotos de los ancestros de la familia Chen absorben todo el encuadre, salvo el que ocupan las mujeres mientras comen. Las ventanas, por su parte, están decoradas con unas formas muy similares a las que vimos al principio, con líneas formando rectángulos y rombos a la manera de una tela de araña no demasiado agradable (cfr. ese plano general con la mesa al fondo, en una esquina, y los personajes “ahogados” entre los pergaminos de la pared y los postes verticales que marcan el camino de entrada y salida de la estancia).

Por otro lado, la azotea desde muy pronto se planta como un vehículo de salida para los sentimientos reprimidos de las mujeres. Escaleras diagonales y techos arqueados confieren cierta aura de misterio al lugar en el que se personará el horror de la intolerancia en forma de soga, pero de momento sirven como escenario idóneo para las representaciones operísticas de Meishan (He Caifei). Si apreciamos la película en detalle podemos ver que el contraste entre las estancias inferiores, a ras de suelo, y los espacios aéreos llega a ser chocante, pero la sensación de laberinto, de prisión, aparece sin distinciones en ambos casos. Los personajes encuentran salidas momentáneas, pero jamás una liberación total del sometimiento. Cada hálito de esperanza es interrumpido por la cruda realidad, que clama, desde abajo.

Uno de los espacios más interesantes de la película es el de la “tercera dama”. Absolutamente atiborrado de máscaras operísticas, simboliza a la perfección la doble vida de esta asombrosa mujer, su aventura con el médico de la familia y el teatro que representa en presencia de su esposo (léase amo). Los mecanismos narrativos que hacen progresar al film desde la intriga y el engaño tienen aquí su más viva representación.

En otro momento significativo, y ya terminando con nuestro análisis, Songlian ve por primera vez a Feipu (Xiao Chu), percibiéndose en su rostro la inestabilidad de unos sentimientos amatorios que se agolpan de repente en su interior. Nuevamente interrumpidos por las voces de otro personaje (en este caso la madre de Feipu) se separan con evidente disgusto, y un plano general de varios segundos concluye la situación de forma taxativa: pocas veces un recinto (en este caso una nave rectangular con arcos peraltados que dan al exterior) ha sido tan explícito en su significación como en este caso, separando a los dos personajes a lo largo de un encuadre perfectamente estudiado. Es la manera que tiene Yimou de representar la imposibilidad de abandonar la represión de unas costumbres caducas, sí, pero infranqueables.

Es probable que me haya dejado algunas cuestiones importantes por el camino (como esos recurrentes planos generales con dos naves paralelas cercadas por otra perpendicular, que impide vislumbrar el horizonte), pero creo que desde este pequeño comentario nos podemos hacer una idea del rol que juega el espacio en un cineasta que sobreexplota todo lo que hemos dicho para La linterna roja (represión, ahogamiento, asfixia) en La maldición de la flor dorada (en la foto), de forma mucho más recargada y explícita. Pero de eso hablaremos otro día.

M. M.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Joder, vi esta peli hoy y la verdad es q me había dao cuenta, pero no tanto. ¡gracias! está muy bien el blog.